lunes, 13 de septiembre de 2010

¡Bang!¡bang!

¡Bang! ¡Bang!



En el Centro Penitenciario de Jóvenes de Barcelona, las vidas se retorcían y entrecruzaban, los casos arquetípicos, encontraban ejemplos vivientes en aquellos muchachos que habían quebrado sus trayectorias demasiado temprano. Ahora yo debía hacerme cargo de Wilson Rodríguez, ingresado desde hacía un mes, después de ser detenido tras una fulgurante carrera de robos y alunizajes con la banda de los ¡Bang! ¡Bang!.

Mi experiencia en esta profesión me ha endurecido un poco. Son muchas ya las decepciones, los fracasos. Chicos con los cuales te vuelcas, con los que crees que has realizado una labor impecable y que al final vuelven a caer, a errar el paso en el tenso cable de acero por el que sus vidas discurren.

Fue un lunes a primera hora cuando lo conocí. Antes de encontrarme con él había repasado su historial: Al lado de una foto, Wilson Rodríguez Herrera, 13 años, nacido en Barranquilla, Colombia, y tras estos datos, una larga lista de delitos y adicciones.

La banda que lideraba, adquirió cierta notoriedad en los medios de comunicación. Éstos destacaron que un niño fuera el cabecilla de un grupo de delincuentes que había desvalijado varias joyerías y chalets de la zona noble de la ciudad. Se trataba de una banda que actuaba con rapidez y una violencia inusitada bajo las órdenes de Wilson.

El caso, pese a estas peculiaridades no era tan extraño, Wilson debía ser uno de esos chavales carismáticos, que van varios años por delante de su edad, aunque sólo sea para delinquir. Al parecer, el pegamento y la coca aumentaban ese carisma, consolidaban su liderazgo.

Al principio me costó trabajo acceder a él. Tras ese rostro moreno enmarcado por dos aros en sus orejas y un cordón de oro rodeando el cuello, había un muro de hermetismo que tuve que ir socavando aludiendo a cosas que para él constituían su universo. Para ello, tuve que aprenderme los modelos y características de algunas motos con las que él soñaba, los nombres de los futbolistas de su selección, y una larga serie de marcas de ropa y de zapatillas que constituían para él sus únicos referentes.

Era difícil reconstruir una vida así, extraerla de ese mundo vertiginoso en que se había introducido. Yo podría contarle lo maravillosa que podía ser una existencia ordenada según los esquemas sociales, pero a veces me daba cuenta de que esos códigos eran a menudo tan absurdos, tan faltos de sentido como los que regían su delictiva conducta. Algunas de las vidas ejemplares con que la sociedad ilustraba el triunfo, el éxito, no diferían en exceso de la del chaval que ahora se sentaba ante mí. Acumulación de objetos de lujo, de obras de arte, de coches y dinero, ¿dónde estaba la diferencia?, ¿dónde la legitimidad de los medios que conducían a ese respetable estatus? La distancia entre el triunfo y el delito era una simple y borrosa línea de tiza que alguien había trazado caprichosamente.

Poco a poco, a medida que se sucedieron mis visitas, fui rompiendo las barreras que él había interpuesto con el resto de la sociedad, logré algunos éxitos, algunos avances inesperados. Finalmente concluí mi relación con él cuando fue puesto en libertad y desde entonces no he vuelto a saber nada más. Supongo que andará por ahí, buscándose la vida o flotando en una pesadilla de pegamento. Después de él otros casos, otros retos con un final incierto. Son muchos los chicos con los que he trabajado, pero Wilson fue diferente, y empezó a serlo cuando me relató cómo transcurrió la noche de su captura, porque un pequeño detalle me cautivó. Porque me fascinó esa mezcla entre su comportamiento violento y los detalles todavía latentes que sobrevivían de su infancia.

Aquella tarde Wilson, junto con sus compañeros de correrías, la pasó jugando en unos recreativos del centro. Después fueron a una pizzería y más tarde estuvieron bebiendo e inhalando pegamento en un parque. A eso de la una, se acercaron a una aparcamiento. No les costó trabajo forzar la puerta de un todoterreno y hacerle un puente. Para ir a desvalijar una casa o hacer un alunizaje utilizaban coches robustos. Tiempo habría para robar un deportivo y darse una vuelta a toda velocidad por la autopista. Una vez conseguido el todoterreno, se dirigieron hacia Pedralbes. Hacía unos días que estaban pendientes de una mansión. Los dueños solían pasar los fines de semana fuera. Eran un matrimonio con dos hijos y tenían una chica a su servicio, pero ésta también se ausentaba los fines de semana para pasarlos en compañía de su novio. Se trataba de saltar esa valla que a modo de muralla separaba el bienestar doméstico del resto del mundo, burlar las alarmas y arrasar con todo lo de valor que encontraran, sobre todo dinero y joyas, que eran más fáciles de colocar que un cuadro o una escultura.

Hicieron una última parada en la puerta del monasterio antes de dirigirse a la casa. Allí Wilson, mientras preparaba unas rayas sobre el cuero de su cartera, explicó la táctica del asalto. Por un momento se imaginó que era Pacho Maturana, el seleccionador colombiano, arengando a sus muchachos para derrotar a Argentina, pero él también quería ser Faustino Asprilla, el eléctrico delantero que picoteaba como una avispa las defensas rivales. La coca ascendió por su nariz y golpeó su cráneo, notó cómo su corazón se aceleraba. El coche arrancó con rabia, haciendo sonar sus neumáticos sobre el asfalto. Una música industrial atronaba en la radio, entre anuncios de fiestas de discoteca. Entre el pantalón y la cintura, un revólver hibernaba en espera de despertar.

Pasaron una vez por la puerta del chalet. Efectivamente, las luces están apagadas, la calle desierta. Tan sólo vieron a lo lejos a una mujer paseando su perro. Dieron otra vuelta por una calle paralela para comprobar que la huida era fácil. Muchas de las casa estaban también vacías. En general los que allí vivían tenía ritmos de vida parecidos, por eso los viernes, muchos, al igual que los Capdevila, se ausentaban en busca de ocio, para volver el domingo por la tarde en busca de su ración de tedio y trabajo.

Aparcaron el coche en la calle lateral, se acercaron a la valla con cuidado de no ser captados por la cámara que había en la esquina y uno tras otro, con sigilo, fueron saltando.

La piscina, por ser invierno, estaba cubierta por una lona en la que se acumulaban hojas caídas de los árboles del amplio jardín. Rodearon la casa buscando el mejor sitio para entrar. Pasaron por la pista de tenis y Pablo cogió una pelota haciéndola botar mientras caminaba.

-¡Quieto!- le ordenó Wilson- ¿Quiere que nos oigan?
Pablo, sin contestar, guardó la pelota en un bolsillo de su cazadora.

Allí estaba. Encima del porche vieron una ventana con una de las hojas entreabierta. A menudo las medidas más sofisticadas de seguridad se iban a pique por un simple descuido.

Wilson y sus compañeros se encaramaron al tejadillo y entraron por la ventana. Debía tratarse del cuarto de la sirvienta, porque vieron fotos de una pandilla de amigos y ropa que no se correspondía con la de los dueños de la casa. Esa habitación ni la registraron. Salieron al pasillo y buscaron la alcoba nupcial.

Encontraron poco dinero, menos del que suponían, sin embargo, sobre la cómoda había bastantes joyas pertenecientes a la señora. Fabio abrió el armario y se probó una corbata. No le quedaba mal, pensó, a pesar del contraste que hacía con su jersey de lana. Decidió quedársela junto con unos guantes de piel que halló en una de las mesillas. El resto de la cuadrilla continuó en el cuarto mientras Wilson salió para explorar el resto de la casa.

En el salón contempló extraños cuadros que supuso serían de gran valor, pero que, y de eso estaba seguro, no entendía en absoluto. Se sentó un instante en el sofá, encendió la tele y un cigarro que fumó despacioso, con cuidado de no ensuciar la alfombra, que para eso tenía a su disposición todo un catálogo de ceniceros sobre la mesa. Cuando terminó con el cigarro, salió para acabar de recorrer la casa. Subió por las escaleras, y accedió a la buhardilla. Abrió una puerta y palpó con su mano la pared hasta encontrar el interruptor. Lo apretó, y ante sus ojos apareció una maqueta ferroviaria que ocupaba casi toda la habitación. Wilson quedó fascinado. Nunca había visto nada igual. Había entrado en muchas casas, había visto juguetes y máquinas de todo tipo, pero aquello le superaba. Ante él tenía trenes con locomotoras antiguas de carbón, y modernas con un perfil aerodinámico, estaciones con los andenes repletos de diminutos viajeros, montañas horadadas por túneles, bosques y ríos de un realismo increíble. Toda una orografía por la que serpenteaban vías sobre las que circulaban, hipnóticos, los trenes. Wilson se arrodilló y observó con detenimiento cada uno de los detalles de una locomotora.
-¡Wilson!, ¡Wilson!, ¡rápido!- gritaron sus compañeros desde la planta inferior.

-¡Wilson!, ¡baje!- repitió Fabio.
Pero Wilson apenas lo oyó, seguía apresado por la fascinación del pequeño mundo encerrado en aquella habitación.

Los gritos continuaron hasta ser interrumpidos por un disparo mientras él seguía acompañando con la vista la trayectoria de un convoy sin notar cómo una mano agarraba su brazo y lo retorcía en su espalda para esposar sus manos, sin apartar la mirada de aquel vagón que ahora desaparece de nuevo en la oscuridad de un túnel.

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